«Ho lloré cuando murió mi esposa, pero también lloré cuando tuve que dejar el acordeón…” exclama Giovanni, un anciano huésped de una residencia de ancianos. Giovanni cuenta cuando, de joven, junto a sus hermanos y padres actuaba cantando en bodas, acompañado por el sonido del acordeón, mientras charlaba con Ilaria, Miriam y Swewatres de los cinco componentes y almas de Compañía Piccolo Canto de Bérgamo. Una frase que provoca una risa amarga, pero que, si se quiere, también contiene un poco del significado de una película como « trabajando canto». Es decir, la historia de una actividad, la de cantar, que es algo más que una actitud o una experiencia: una parte indispensable de nuestro ser, una expresión del yo que nunca deja de latir y se manifiesta como una necesidad primaria. Porque todos -unos más, otros menos, unos mejores, otros peores- en un determinado momento de nuestras vidas empezamos a cantar y cantar, después de aprender a hablar, es algo que nos llega como una especie de instinto natural. De la misma manera nos apetece intentar correr en cuanto aprendemos a caminar.