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Quiero expresar mi profundo dolor personal, así como el de los sacerdotes, los religiosos y todo el pueblo cristiano por el último acontecimiento trágico: la muerte de una persona, Shimpei Tominaga, que sufrió violencia estos últimos días en Udine.
Es un episodio que duele enormemente tanto a la sociedad civil como a la comunidad eclesial de nuestra Arquidiócesis: una vez más una criatura que intervino para detener la violencia se convierte en víctima de esa misma violencia.
Evidentemente todo esto tiene raíces complejas y remotas: debemos actuar de manera que se impidan estos episodios mediante procesos de educación, formación e integración, para que los valores del respeto y la solidaridad sean cada vez más bienvenidos.
En todas las actividades para niños y jóvenes que estamos promoviendo estos días en los oratorios de nuestras parroquias, trabajamos en esta dirección: esperamos que todo esto pueda ser esa semilla de esperanza que el Evangelio nos pide continuamente sembrar.
La vida no termina con la muerte: para todos nosotros existe la perspectiva de la eternidad. Con esta certeza encomendamos a la misericordia de Dios el alma de esta última víctima de la violencia y el dolor de su familia. Pero encomendemos también a la misericordia del Padre a los jóvenes que se han convertido en protagonistas de esta violencia, para que puedan revisar la estructura de sus vidas y alcanzar un camino de conversión auténtica y sincera. Si quieren abrazarlo libre y voluntariamente, este camino será para ellos la oportunidad de un auténtico renacimiento.
