Basílicata. La despoblación y el mito del buen pueblo

Basílicata. La despoblación y el mito del buen pueblo
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Con el mito del buen pueblo parafraseamos el del buen salvaje. La idea de que originalmente los pueblos pequeños eran comunidades habitables, pacíficas, solidarias y genuinas. En definitiva, el pueblo era buena cultura, buena vida y debido al progreso se ha convertido en un lugar de abandono, de fuga, de existencia atávica, de atraso. Por eso, muchos dicen, hay que repoblarlos, devolverles la vitalidad: no está bien que mueran. No sirve de nada dejarlos a su suerte. Aquí entran las casas a 1 euro, el turismo de raíces, el turismo emocional, el redescubrimiento de arquetipos antropológicos, los rituales, la buena alimentación, etc. Todo en el espacio de una semana, un mes, en verano o primavera o cuando quieras. Todos disfrutando del paisaje, las mujeres ocupadas con las conservas, los viejos agricultores con sus historias, la gente haciendo cola para la procesión. La banda musical y las luces, los fuegos artificiales y finalmente los atractores y los megaatractores. Las fiestas de todo más. ¿Y luego? En el corazón del pueblo sistemas eólicos y fotovoltaicos. En el corazón del pueblo hay industrias extractivas, cañones que se destacan en el cielo y escupen humo ante el sol y las nubes. Colas de coches y vehículos se alineaban a la entrada del pueblo. Personas estresadas que huyen del trabajo diario de los lugares de “progreso”.

Las ciudades pequeñas se convierten en el centro de intercambio de información sobre el desgaste de la vida digital, laboral y de desempeño. Se convierten en el resto tras la carrera hacia metas insignificantes y siempre inalcanzables. Se convierten en el último recurso de un turismo sin sentido, depredador, ignorante, burdo y sin educación. El turismo, esa palabra mágica que lo soluciona todo, no es más que una forma de acelerar la agonía del pueblo. La ciudad se convierte en un producto comercial, un quiosco abierto al consumo pasajero.

Y nadie aprende nada. Nadie aprende a leer esas aceras rotas, esas ventanas entreabiertas, esas campanas silenciosas. Nadie aprende ese lenguaje milenario grabado en la semántica de las raíces. Nadie ve la resignación a la soledad en los rostros de los viejos que cada día esperan el final. Nadie comprende la ira del destino sobre las lágrimas de alegría de quienes regresan para no quedarse.

Hoy debemos imaginar al país como un lugar-actor de un drama a lo Hamlet que representa la tragedia del ser. Un lugar acéntrico que cuestiona el significado. Un pueblo que nos invita a reflexionar sobre el modelo de sociedad, sobre el poder, sobre el estar en relación entre y con el resto del mundo. Nos invita a reflexionar sobre la angustia del cambio, sobre la precariedad de la existencia, sobre la evacuación violenta de los valores, sobre la diáspora del pensamiento. Porque el país es un lugar gigantesco de saberes, de historia, de símbolos, de vidas, aún en movimiento. No es acordeón, vino y salchichas. Sin embargo, parece un lugar condenado a experimentar el declive de los significados que lo fundaron. Gracias al turismo fatuo. Esto es lo que tenemos que aprender.

También podemos imaginar un pueblo como un pueblo que vive, o más bien sobrevive, fuera del tiempo, quizá no fuera del tiempo, sino en un “otro” tiempo. Y eso es otro momento lo que me estimula a buscar nuevos significados de la humanidad. Un tiempo futuro que pertenece a quienes lo vivirán, cuyo destino desconocemos. En la historia del pueblo y de las vidas que han pasado por él y pasan por él podemos aprender a conectar el tiempo de ya no él nació en Aún no, y hacer de la incertidumbre la materia prima de la duda. Y así aprendes a valorar las preguntas más que las respuestas.

¿Entonces? Que los países sean lugares de cultura, no de confeti y carne a la parrilla. Que sean, sobre todo, lugares de producción de teatro, música, cine, literatura, canto y filosofía. Que sean lugares de belleza y no de juerga. Necesitamos sensibilidad, coraje, creatividad, de la que no carecen muchos jóvenes artistas y creativos, y, sobre todo, recursos económicos. Las cosas serias no se hacen con centavos. La cultura puede contribuir a frenar o ralentizar la despoblación más que hablar sobre la fuga de cerebros.

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