Una novela sobre la Apulia del campo de desplazados 34

Apulia siempre ha sido una tierra acogedora. Como hijo de exiliados de Fiume, criado en una comunidad de exiliados juliano-dálmatas, sé cuántos de mis compatriotas, que huyeron de la Yugoslavia de Tito tras la aprobación, con el Tratado de Paz de París del 10 de febrero de 1947, de Istria, Fiume y Desde Zara hasta ese país, encontraron refugio en los campos de refugiados de Bari, Brindisi y Lecce.

Así como les recuerdo a quienes no lo saben, antes de los 109 campos de refugiados que el gobierno italiano de la época creó para nosotros, se había discutido la idea de establecer una ciudad construida específicamente para nosotros en Apulia. La idea pronto fue abandonada por el riesgo de crear una especie de bomba explosiva al encontrarnos todos juntos, 300 mil exiliados con el ánimo exacerbado por la ocupación de su propia tierra y el abandono definitivo de “todo se ama más entrañablemente; y ésta es esa flecha que dispara primero el arco del exilio. Experimentarás cómo el pan ajeno sabe a sal, y lo difícil que es subir y bajar escaleras ajenas.”, para citar a Dante.

Pero Apulia, en aquellos años, no sólo acogió algunos campos de refugiados para exiliados julianos y dálmatas. También fue muy importante el Campo de Desplazados, uno de los cuales estaba reservado para los judíos que escapaban de los campos de exterminio y se dirigían a Israel. Precisamente el Campo de DP 34 creó, bajo los auspicios de la UNRRA, en Santa Maria al Bagno, una aldea del municipio de Nardò, en la provincia de Lecce, contra la cual Cosimo Buccarella, de Salento, escribió una apasionante novela. Se trata de “Los Forasteros”, publicada por Corbaccio, que tiene cuatro protagonistas vugnunies decir, muchachos que, en la inmediata posguerra, se divertían en la playa, en el campo, en las calles de Sannicola, donde vivían, tratando -entre pequeños hurtos, trueques, etc.- de sobrevivir a la El hambre negra de aquellos años.

Se trataba de pequeñas cosas: le robabas los huevos al vecino que tenía muchas gallinas y él le robaba las patatas al vecino que tenía un terreno. Le arreglaste la azada al granjero y él te recompensó con dos trozos de pan, que había obtenido debajo de la mesa del panadero a cambio del tabaco robado al contrabandista, que a su vez había saqueado el almacén de la fábrica…”, cuenta uno de los cuatro chicos, Tommaso, que es el narrador de la historia y que lleva el nombre del padre del autor, a pesar de no tener ninguna conexión con el personaje del mismo nombre en la novela.

Las cosas cambian cuando los chicos encuentran el cuerpo de un hombre asesinado medio escondido en el bosque y es entonces, tras un momento de desorientación y miedo, de policías y soldados ingleses que los interrogan, que descubren otra realidad. De hecho, se trata del campo de personas desplazadas, que cuenta con una sinagoga. Al entrar al campamento, los niños encuentran todo tipo de golosinas, no sólo comida, que son invitados a comer, sino también ropa. Sin embargo, descubren que también existen medicamentos.

De ahí la idea de encontrar una manera de entrar en secreto al campamento (para permitir el acceso a los chicos, Buccarella inventa una abertura cerca del arbusto que en realidad no estaba allí) para robar las medicinas. Una emergencia para el propio Tommaso, que tiene una hermana que sufre de tifoidea. A partir de aquí la aventura que vivirán los chicos tomará una aceleración que llegará al corazón de la historia del campamento y de quienes lo ocupan, con sus relaciones, sus diferentes personajes, en su mayoría inventados, pero algunos de los cuales realmente existieron. , como la bella y servicial Hannah, cariñosamente llamada Hannale, pagada con cigarrillos y whisky.

En todo esto no falta una visión de la época y una reconstrucción descriptiva de la misma, que hoy ya no existe, dado que, en la nota final, el autor subraya cómo surgió la idea de hacer del Campo DP 34 un Jardín. de la Memoria, en memoria de aquella estructura tan importante no sólo para esa zona sino para toda Apulia, acabó borrada para siempre bajo el cemento y las excavadoras. Incluso a pesar de la medalla de oro al Valor Civil que, por este motivo, el presidente Ciampi concedió a Nardò en 2005.

Diego Zandel

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