De
marcelo veneziani
Publicado el 06 marzo 2023
La vida del hombre, como la del mundo, está marcada por cuatro estaciones que corresponden a otras tantas vocaciones. De niño el hombre fue filósofo, y sorprende decirlo, pensando que la sabiduría se adquiere con los años, como estigmas de la experiencia. Pero si la filosofía nace del asombro ante el cosmos y ante la vida, ante el ser y el morir, entonces el asombro infantil está en los orígenes de la filosofía. El filósofo se remonta a la infancia del cosmos, capta la verdad del mundo en su acto de nacimiento. Y acoge con asombro las manifestaciones de la vida. Después de todo, hasta el gran Aristóteles lo dijo: la filosofía surge del asombro, de la sorpresa de estar en el mundo.
Después de la primavera de niño filósofo viene elverano del niño poeta. La edad que parte de la adolescencia y pasa por la juventud es la edad poética por excelencia. El asombro se transforma en emoción, a veces en emoción, nace el deseo no sólo de conocer sino de abrazar el mundo, y este es precisamente el impulso de amor que domina a la juventud. El poeta es el que hace, como enseñan nuestros maestros griegos; el joven cree que puede cambiar poéticamente el mundo, que puede hacer realidad los sueños y que puede conquistar la vida y fecundar el destino. Las energías en exceso, se desbordan del propio cuerpo y se unen con el mundo para dejarlo preñado de sí mismo.
Luego viene el otoño de la madurez, la pérdida del encanto según unos, la conquista de la realidad y sus límites según otros. El árbol de la vida muda sus hojas y aparece en su desnudez. Aquí el trabajo, el trabajo, la familia, la comunidad, la ciudad, la construcción y el mantenimiento se vuelven centrales. El hombre adulto es un conciudadano; su dimensión preeminente es pues la política, la principal necesidad es gobernar la vida, desde la familia hasta la ciudad.
Pero a medida que pasan los años y llega la edad seria, vuelven las preguntas de la infancia y vuelve la poesía, ya no ligada a la acción sino a la contemplación. Y la precariedad de la vida, la pérdida de los que os son queridos con sus ceremonias de despedida, la muerte por delante, os lleva a pensar en el destino trágico de quien vive al borde del infinito sabiendo su finitud y preparándose para la muerte, aspirando a inmortalidad. En esa cuarta y última estación invernal el hombre es religioso. La senilidad le ha prodigado con la experiencia y proximidad de la muerte el aura hierática y la vanidad de las cosas mundanas. Así el hombre se convierte en profeta.
Aquí están las cuatro estaciones de la vida: cada una de ellas tiene su propia belleza, su encanto y su plena razón para expresarse. No podemos renunciar a ninguno de ellos, porque el hombre coincide con sus cuatro estaciones, su humanidad se concentra en esos cuatro estados que se recuerdan y se apoyan. El niño filósofo puede decirse que es la primavera del hombre en el despertar florido del mundo, el niño poeta expresa en cambio la cálida y fructífera plenitud del verano; el cives maduro captura el otoño de la vida en el que la luz se retira pero nosotros recolectamos y cosechamos; y finalmente la vejez es la reunión religiosa en torno al hogar divino para calentarse del gélido invierno.
(Lucilio a Séneca, en Vivir no basta, Mondadori, 2011)
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